jueves, 18 de abril de 2013

Breve retrato del empobrecimiento femenino dentro de la significación de género


Por: Marcela Guio Camargo
Comunicadora social y periodista - Red colombiana de periodistas con visión de género (RCPVG)
Texto realizado para el Seminario Género y Desarrollo de la Organización de Estados Americanos, OEI

Luego de varias décadas de teorías y acciones de reivindicación, reconceptualización y visibilización de los derechos y  asuntos relacionados con  las mujeres, se han dado grandes pasos para reconocerlas y legitimarlas como actoras sociales, des etiquetándolas de sus tradicionales roles del hogar, la crianza y cuidado consagrado de sus familias. Pero, como bien se sabe, aquellas acciones han significado avances más no la erradicación de problemáticas que continúan afectando su integralidad como seres humanos y su condición de mujeres.

Es importante recalcar la definición de género como una construcción social e histórica basada en la diferenciación sexual y las relaciones entre hombres y mujeres, por lo tanto no deben ser reducidas al factor biológico natural ni tampoco a pensarlas como un colectivo uniforme que  -aunque con derechos iguales- tienen  necesidades similares, pero cada vez es más claro que no siempre son las mismas para todas. Gracias a instrumentos de análisis e investigación, al trabajo de  liderezas, las organizaciones civiles, la responsabilidad asumida por el Estado y los organismos de cooperación,  con el tiempo se ha comprendido que hablar de mujeres implica de por sí afrontar niveles de diferenciación tales como: edad, raza, creencias religiosas, de la urbe o la ruralidad, la condición de salud, etnicidad, orientación sexual, entre otros factores. Todas clasificaciones que las hacen diversas y merecedoras de la atención y protección por parte del Estado, los actores privados e intervención de organismos internacionales destinados para velar por los derechos de todos y todas.

Es de considerar el valioso trabajo y aportes de los grandes organismos, instituciones y comités de proyectos de cooperación, como lo establecido por la ONU  en 1976 al proponer una ruta para las naciones sobre la creación de mecanismos intersectoriales y multidisciplinarios que cuenten con recursos humanos, presupuestales y técnicos para “acelerar el logro de oportunidades iguales para las mujeres y su integración plena  a la vida nacional”  (Ámbitos transversales de cooperación internacional) Allí es donde radica una de las claves para que las estrategias sugeridas por el enfoque  Género En Desarrollo,GED  -en su significación de cambio estructural-  logren deshabilitar las estructuras de subordinación que han abierto camino a la feminización de la pobreza y todos los factores y derechos no cubiertos que están vinculados a ella,  a partir de la voluntad política y sus consideraciones. Justo acá radica el gran reto para las naciones y sus actores sociales, el gran desafío.

Por su parte, Colombia ha adelantado la labor  respecto a los derechos femeninos a partir de la firma de varios acuerdos, sentencias, el Auto 092 (mujeres víctimas del desplazamiento forzado por el conflicto interno), entre otros a nivel interno como la Ley 1257 de 2008 (una de las principales a nivel nacional) con el fin de evidenciar y eliminar los índices de violencias, la inequidad de género y la indiferencia típica de diferentes sectores sociales que las han venido deslegitimado a pesar de la existencia de herramientas civiles como el derecho al voto que hace 60 años las faculta como ciudadanas, capaces de decidir, participar  e integrar procesos de cambio colectivo en sus comunidades.

Adicionalmente, Colombia se ha acogido al marco jurídico internacional  a través de documentos como la plataforma de Beijing (1995), la Convención Interamericana para prevenir, sancionar, y erradicar la violencia contra la mujer (Convención Belém do Pará) y la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW). Sin embargo, pese a la voluntad política (mayoritariamente femenina) de fomentar políticas públicas en pro de la disminución de situaciones de pobreza para las mujeres, aún queda camino por andar y “enemigos” que combatir como: el no cumplimiento total de sus derechos, la desigualdad legitimada desde sectores por costumbre masculinos (política y religión por ejemplo), la falta de oportunidades para tener una vida digna mediante el acceso a aspectos fundamentales que están plasmados en la constitución nacional como carta  rectora de  nuestra nación, las múltiples violencias o el carácter cultural que las ha subordinado situándolas  en  espacios poco privilegiados y letargando la conciencia social.

Los derechos son inherentes a sus ciudadanos/as y ellas lo son, por lo tanto se les debe facultar de los mismos para lograr suplir necesidades básicas como la salud (sin restricción en atención básica, servicios especializados como la salud sexual y reproductiva u otras, atención psicológica  y cero estigmas frente a sus factores diferenciales o condiciones de vida), la educación (desde la básica hasta opciones de educación superior que les permita mayor crecimiento personal), el trabajo (basado en normas laborales y salariales dignas), a una vida libre de violencias y sometimientos frente a actores o sistemas patriarcales tradicionales que históricamente las han vulnerado (políticos, religiosos, socio económicos o culturales). Lo anterior, bajo la necesidad cada vez más urgente de protegerlas y darles  su  lugar en la sociedad como generadoras de desarrollo y titulares de derechos connaturales que son incumplidos ante la ley, ya sea por acción (quebrantándolos) u omisión.

Entre los retos y desafíos en Colombia y el resto del mundo está la gran meta colectiva de todos/as los actores   de continuar enfocando sus acciones hacia el cumplimiento cabal de los derechos  legalmente igualitarios  en el orden civil, político, económico y socio cultural. Todos estos trascendentales pues,  durante siglos,  los sistemas de poder patriarcal se han basado en el argumento de inferioridad, haciendo de la mujer una sujeta de uso,  destinataria de abusos (desde el poder político, la iglesia y la legitimación social masculina) basados en el orden social y sus lógicas de exclusión, invisibilidad y juzgamiento moral hacia ellas.

Aquello que ha recibido la nominación de feminización de la pobreza ha dado lugar a análisis y acciones relacionados fundamentalmente con el hecho de otorgarles a ellas un amplio reconocimiento como protagonistas de legislaciones internas y acuerdos internacionales  orientados a decretar nuevas normas sociales que deben (pese a que no se cumplan al 100%) promover sus derechos, libertades y construcción humana; más aún en medio del vacío por el cumplimiento real y total de los mismos para disminuir así los panoramas de pobreza. Entre los retos está también generar garantías legítimas de vida digna al amparo de su estatus de ciudadanas y  ya no como “sujetas pasivas o figuras de apoyo” de sus padres, hermanos o maridos, como continua siendo en algunas zonas del mundo.

Resolver la precariedad de ingresos mediante trabajos dignos, el acceso a servicios de salud, vivienda y educación de calidad  representa un altísimo reto para los proyectos con enfoque de género en el  nivel público, privado o de cooperación; desde esta última ha significado un reconocimiento abierto a las necesidades y facultades multinivel que ellas tienen como agentes económicos y productivos, útiles al mercado laboral (como lo han sido en la producción y cuidado de sus hogares), un acto no discriminatorio de liberalización del marco estructural social masculino que ha sido históricamente rígido y violento (física, sexual, psicológica, etc), y  una acción a favor de cualquier tipo de empoderamiento personal o colectivo  que surja por parte de ellas.

Es por ello que los  liderazgos sociales y políticos que hoy día ya trabajan por el reconocimiento, la promoción y el cumplimiento de las normativas asociadas con la inmensa comunidad femenina (70% de la población que vive en pobreza) tienen entre sus manos grandes responsabilidades como velar por el cumplimiento  de la igualdad real entre hombres y mujeres  como principio del desarrollo humano, diferenciando entre sus condiciones  de vida y la posición que ocupan en los escenarios sociales; a partir de la  sana intervención del Estado (voluntad política de cambio y regulación) mediante leyes, de la acción colectiva (donde han surgido prácticas desiguales, violentas, inequitativas y ausentes de todo reconocimiento al potencial de las mujeres independientemente de los roles tradicionales que les ha correspondido tener) y de las colaboraciones externas.

Vivir con equidad y condiciones igualitarias quizá no terminará de ser tarea fácil,  sin embargo,   es en el marco del desarrollo humano incluyente y sostenible, bajo acciones de cambio en la mentalidad machista que ha dominado los principales espacios de participación, control y decisión en diferentes contextos (comenzando por el espacio del hogar). Espacios  colectivos a donde ellas han comenzado a llegar a paso lento logrando unos primeros cambios, espacios  donde se debe continuar legitimando  el valor económico y real de su contribución a la economía;  trascendiendo el trabajo doméstico, de cuidadora de otros o del campo -que aún no es reconocido ni pago-  con el fin de comprender  que ellas siguen siendo esenciales en la evolución de los procesos humanos y pueden ejercer su acción social mucho más allá del rol natural de reproductoras.

Como  sociedades se requiere asumir la responsabilidad de no discriminación, visión en equidad y logro de acceso a oportunidades de desarrollo personal que harán de ellas liderezas  y/o participantes en procesos de desarrollo colectivo de manera armónica y sostenible (perdurable en el tiempo mediante condiciones de garantía); además de una intervención internacional  siempre sujeta a agendas políticas internas, mediante procesos transversales, como versa el concepto de mainstreaming y aunado a la columna vertebral de promoción, respeto integral de sus vidas y veeduría de los procesos.

Aunque suene  a veces  a camino utópico, nunca estará de más el trabajo cooperativo de diferentes sectores (empezando por los de base) para aportar y generar óptimas condiciones de la vida que para ellas vale la pena vivir: siendo dueñas de sí mismas, integrantes de un sistema social igualitario (por lo menos no excluyente ni violento), de empoderamiento múltiple y siendo beneficiarias de recursos económicos, técnicos y humanos que las potencialicen, les brinden herramientas de transformación a través de su participación, toma de decisiones y logro de sus libertades.

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